Me gusta la foto. Una pena el ciprés-mancha del fondo.
No con mucha frecuencia, pero me gusta pasear tranquilamente por los cementerios, detenerme a leer las lápidas, las dedicatorias, las fotografías que adornan los nichos, todas iguales, todas diferentes. El fotógrafo debió hacer una fortuna y eso que el Photoshop es relativamente reciente. Hizo una foto de hombre y otra de mujer, les puso un marco ovalado y luego ligeros retoques, barba o gafas, pelo largo o corto y tenemos identificada a toda la parroquia.
Respiro paz y me invita a pensar en algo diferente a la rutina diaria. Incluso píenso en cosas alegres y no es raro que acabe soltando una reprimida carcajada.
No te olvidamos (y lo olvidaron), tu desconsolada esposa (que enseguida recobró la sonrisa con el vecino del bigotillo), tu fiel servidora (que solamente servía de suplente en los combates del tálamo) , tus hijos y nietos…
Solamente me cambia la cara cuando, queriendo evitar el paso, me tropiezo con tumbas con figuras de angelitos. No soporto el sufrimiento de un niño, la pena de un niño, la muerte de un niño. Y es una de las pocas cosas que me hace dudar de nuestra trascendencia.
Y me gusta estar solo y hablar conmigo y con ellos en un diálogo imposible. Y quedo atrapado en el reclamo de las frases que están escritas solamente, creo yo equivocadamente, para llamarme la atención.
En ese zoco donde todo parece venderse destacan las voces limpias de los poetas: los que lo saben y los que son tan naturales que hasta cuando dicen buenos días suena a poema del alma, al ángelus de las doce del mediodía.
Y como en los cementerios, aquí también hay muchos muertos. Muertos vivientes pero muertos a la felicidad, a la razón, al disfrute sosegado de la vida, a la belleza de un niño corriendo tras una pelota, a la sonrisa a veces burlona de la persona que amas…
Muertos a la vida o muertos en vida, en vez de muertos de vida.
Hacedme el puñetero favor de vivir. Y si sois felices, mejor.